FOTO BELÉN AYUNTAMIENTO DE MADRID
ENCUENTRO NAVIDEÑO
Ramiro saboreaba un capuchino mientras aguardaba la llegada de su hermano Juan Antonio. Al otro lado de la cristalera de aquella coqueta cafetería, Madrid pavoneaba su alumbrado navideño, el ambiente de compras tan propio de las fiestas y ese bullicio y alegría que a Ramiro se le antojaban tan ficticios. Su hermano se retrasaba y él distraía la espera con la vista enfrentada a los destellos luminosos y la mente descendiendo la escalinata del recuerdo. Al final de los peldaños halló el cuarto de plancha de la casa del pueblo, donde dos niños montaban el belén con la ayuda de su madre, un rito que se repetía cada año.
Todo empezaba en los primeros días de diciembre. Primero se desmantelaba el cuarto para dar cabida a los soportes, sobre los que se ponían grandes planchas de contrachapado. Luego había que hacer la excursión al campo para extraer pastelones de tierra con hierba fresca y musgo arrancado de las piedras, que transportaban en cestos de mimbre. Corcho en abundancia para simular montañas, arena y palmeras para el desierto, agua natural cayendo en cascada hasta el río, tul arrugado de color azul con estrellitas plateadas y algunas nubes de algodón cubriendo el techo, junto a la imaginación y complicidad de los dos niños, eran el armazón de aquella representación del nacimiento de Jesús en un humilde pesebre de Belén. Por entonces, la familia era feliz y los hermanos una piña, que rebosaba el dulce jugo de la alegría. A las vacaciones se unían las celebraciones, la cena de nochebuena con manjares exquisitos, la compañía de los padres, abuelos, tíos, primos, y tras los postres villancicos frente al belén antes de ir a la misa del gallo.
La vida se encargó de desbaratar aquel tiempo maravilloso. Ya no había cena de nochebuena, ni belén, ni reuniones familiares. De todo aquello tan sólo se había podido salvar un pequeño encuentro anual, por navidades, de Ramiro y Juan Antonio.
¡Pero qué demonios le habrá ocurrido a mi hermano, ya se retrasa más de media hora!, pensaba Ramiro lleno de nostalgia. Seguro que habrá cogido algún atasco. Qué pena que nos veamos tan poco. Con lo unidos que estuvimos toda la vida. El maldito trabajo tiene la culpa, o simplemente es que nos hemos distanciado poco a poco. Él tiene su familia... Yo siempre he sido un solitario... En fin que, por unas cosas y otras, vivimos totalmente aislados. ¡Era tan hermoso aquel tiempo de la infancia!
Así reflexionaba tras el ventanal mientras, al otro lado de la calle, unos músicos del este tocaban villancicos de la forma más triste que jamás los había escuchado y a su alrededor, en la cafetería, el alborozo crecía por momentos, con risotadas y tintinear de copas, que chocaban entre sí los parroquianos para desearse una feliz navidad.
Ramiro cada vez se sentía inmerso en una soledad y una tristeza más y más grande. Si su hermano tardaba un minuto no podría resistirlo. Entonces ocurrió el milagro. Las puertas se abrieron y comenzaron a entrar sus seres más queridos, aquellos con los que había compartido los mejores momentos de las navidades infantiles. Sus padres, con un aspecto estupendo, los abuelos ¡tan viejecitos! El tío Manuel y su esposa, la tía Pilar, junto a las hermanas solteras de su madre: tía Lola y tía Antonia, los mellizos Salvador y Antoñito, la prima Purita. Allí estaban todos.
-De manera que se trataba de una sorpresa, por eso tardaba tanto mi hermano -dijo Ramiro. -O...¿No será un programa de cámara oculta? ¿No me estaréis gastando una broma, verdad?
-Por supuesto que no, hijo mío- Respondió María José, su madre, y le abrazó
con la misma ternura de siempre -¡Qué ganas tenía de verte!
-Ya era hora de que volviésemos a pasar una nochebuena todos juntos, terció el padre mientras se unía al abrazo, y a él le siguieron los demás. Menos Juan Antonio, que aún seguía sin aparecer.
Lo que vino después: el banquete, los chistes, los villancicos, el cariño y la unión de siempre, borraron totalmente la tristeza de Ramiro. Su actitud volvió a ser jovial, su rostro recobró la alegría perdida por los años. Eso fue lo que le pareció a Juan Antonio cuando le acompañaba en la ambulancia. Al llegar a la cita lo encontró rodeado de personas que trataban de reanimarlo. Ya en el hospital, cuando los doctores creían que recuperaban los latidos de su corazón, Ramiro fue consciente de que regresaba nuevamente a sus años de soledad, decepciones, ausencias, al tiempo de reencontrarse, casi por compromiso, una vez al año con su hermano, el único que seguía vivo de la familia. Ramiro decidió desandar el camino, regresar al encuentro con sus seres queridos, reintegrarse al festejo navideño. Abrió la puerta y allí estaban todos.
-Pasa, hijo- Dijo su madre -¿Dónde te habías metido? Te estamos esperando para cantar Noche de Paz. ¿Quieres hacer la voz solista, como siempre?
-Por supuesto, mamá, como siempre.
En Madrid, en el Hospital de la Paz, a las veinticuatro horas del día veinticuatro de diciembre, Juan Antonio bajaba definitivamente los párpados de su hermano Ramiro. Desde algún lugar llegaba una lejana melodía:
“Noche de Paz, noche de amor, claro sol brilla ya, y los ángeles cantando están(...)”
(Relato incluido en el libro “La noche que murió Paca la tuerta”
Ediciones Cardeñoso – Diciembre 2008)
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